8 de marzo, un día clave para el feminismo en Chile y el mundo, quisimos conocer diferentes corrientes que dan vida al movimiento. A través de sus experiencias y conocimientos, Paulina Weber, Alondra Carrillo, Jorge Díaz, Victoria Aldunate, Marcial Parraguez, Giovanna Roa y Sebastián Calfuqueo hablan de lo que significa ser feminista en la actualidad desde miradas diversas: feminismo separatista y libertario, disidencias sexuales, feminismos indígenas o búsqueda de equidad de género. Si bien algunos argumentos parecieran enfrentarse, todos coinciden en que el feminismo nunca ha pretendido ser homogéneo ni coherente. Su riqueza está en ser un movimiento misceláneo, múltiple y que apela a la libertad de sus adherentes a identificarse como feministas desde sus propias vivencias y biografías.
“Creo que tenemos que recordar siempre que el feminismo no es uno,
sino múltiple”, dice Nelly Richards, feminista y crítica cultural
chilena de 71 años, en su último libro Abismos temporales. Feminismo,
estéticas travestis y teoría queer. Su acertada definición sobre este
concepto va más allá del movimiento social de mujeres que históricamente
ha combatido la discriminación: es un cuestionamiento profundo al
sistema de sexo y género que habita en los saberes y conocimientos de
toda índole, una invitación a examinar críticamente la forma asimétrica
en que se valora lo masculino y lo femenino, un conjunto de diferentes
lenguajes que pueden reclamar derechos o generar cambios a nivel
político y, al mismo tiempo, una forma de diseñar imaginarios subjetivos
y alternativos a la masculinidad hegemónica. “Pero que el feminismo
haya sido articulado por mujeres no significa que se limite a tratar
solo cuestiones de mujeres”, aclara. “Para que su voluntad de cambio sea
abarcadora, requiere de coaliciones con otros frentes de
cuestionamiento de la política y de lo político”.
La huelga general feminista, programada para este 8 de
marzo, es resultado de una fuerte articulación entre mujeres de
distintos sectores que buscan posicionar al feminismo como un movimiento
que atraviesa todas las esferas. Está pasando en la calle, en las
aulas, en las organizaciones populares, en los artículos de internet, en
los libros, en las casas, en las relaciones de parejas, en la
sexualidad, en plataformas políticas, en la industria cultural. Su
óptica aborda y cuestiona distintos ámbitos de la vida diaria y la
polifonía de voces que lo componen puede interpretarse como una hoja de
ruta para bucear por algunos de sus frentes y rincones más interesantes.
Alondra Carrillo
El feminismo en la calle
A sus 27 años, Alondra es la vocera de la Coordinadora 8 de marzo,
una de las instancias que en el último tiempo ha convocado a más
feministas en torno a la conmemoración del Día de la mujer. En diciembre
pasado, fueron las organizadoras de un encuentro al que asistieron más
de 1.300 mujeres de todas las edades, sectores sociales y regiones del
país. Actualmente trabajan sin descanso para aunar las demandas del
movimiento en una jornada que pretenden que sea histórica.
“El feminismo es la vía para combatir todas las formas de opresión
que impiden el avance del movimiento social. Es una potencia para la
movilización y esa es su capacidad más interesante. Es por eso que
generamos redes con otros movimientos y organizaciones, como No +AFP,
que no necesariamente son feministas. El feminismo no debe ocupar un
lugar determinado, sino que debe disputar todos los sectores. Y eso es
lo que está haciendo a nivel mundial. En la Coordinadora 8 de marzo nos
articulamos mujeres feministas que provienen de colectivos,
organizaciones sindicales, universidades y otros espacios de activismo
más territorial. Es un grupo muy diverso, aunque nos unifica una acción
común: coordinar una jornada de huelga masiva que paralice las
actividades de las mujeres y que mantenga la tensión y la atención en el
movimiento. El llamado es internacional y se enmarca en una nueva ola
feminista. Tenemos lazos con compañeras de países como Argentina o
España, donde hemos observado los procesos de organización que han
tenido para incorporar sus aprendizajes.
Para pensar la huelga de este año, y lograr coordinarnos a nivel
nacional, organizamos en diciembre pasado en la Universidad de Santiago
el Encuentro Plurinacional de Mujeres. No llamamos a las feministas,
sino que a todas las mujeres que luchan en su vida diaria, sin importar
su simpatía por una corriente ideológica ni su reconocimiento con el
feminismo. Buscábamos que las pobladoras o indígenas que se organizan en
torno a problemas como la vivienda, el agua o la salud, pudieran
adherir al encuentro y ayudarlas a transversalizar una perspectiva
feminista al interior de sus organizaciones. Al llamado asistieron más
de las que esperábamos y muchas se organizaron con anticipación en sus
propios territorios. Me llamó la atención la multiplicidad de
experiencias e imaginarios, los distintos rangos etarios, los distintos
sectores que se juntaron en un solo lugar. Y no solo fue un encuentro
social y político, sino que también una instancia estética y creativa
removedora, con catarsis, baile, música, talleres artísticos, juegos,
momentos de intimidad y compañerismo. Fuimos capaces de unificar lo
emocional con lo racional en un mismo espacio y hacia una misma tarea.
Estos procesos nos han demostrado la capacidad que estamos teniendo
las mujeres para convocar y organizarnos. Hemos entendido que para
actuar de forma coordinada es necesario poner por delante el trabajo que
se ha desarrollado de manera conjunta, colaborativa, horizontal, con
horizontes políticos compartidos, aunque sin intentar unificar los
distintos pensamientos. No es necesario reconocernos en una misma
identidad para poder trabajar por un objetivo común”.
Paulina Weber
Feminista por las ciudadanas
A los 82 años, Paulina Weber sigue estoica en la casa del histórico
Memch (Movimiento Pro Emancipación de la Mujer Chilena) en
Independencia, organización en donde desarrolló su formación feminista
desde joven. Fue militante del Partido Socialista durante 30 años y
exiliada tras el Golpe. A su regreso, en 1986, se sumó al movimiento de
mujeres contra la dictadura. Desde el Memch trabaja empoderando y
articulando a dirigentas de todas partes de Chile y entregando apoyo a
mujeres en situación de vulnerabilidad y violencia.
“Desde el Memch creemos en un feminismo que se sintoniza con la época
actual, que se vincule con la realidad de las mujeres y que logre
traducirse a un lenguaje común, menos teórico, que produzca
identificación y empatía con la propia realidad que viven
cotidianamente. No puedes llegar y romper con tu matrimonio o dejar a tu
familia en nombre del feminismo, sino que cada una tiene que hacer sus
propios procesos. Esa ha sido una de nuestras tareas: crear instancias
de reflexión y de organización en donde sean las propias mujeres las que
lleguen a sus conclusiones, más que ir a predicar una verdad
irrefutable.
Históricamente siempre nos ha interesado estar ligadas al mundo de la
política: el Memch es la organización de mujeres más antigua que existe
en Chile y gracias a sus antiguas dirigentes, como Olga Poblete y Elena
Caffarena, se logró el sufragio femenino en 1935. A pesar de que en
dictadura fue clave nuestra articulación para lograr el tránsito a la
democracia, siempre nos opusimos a la forma en que se hacía política en
el país, porque veíamos que todo el poder estaba en manos de los hombres
y ellos eran quienes establecían las reglas del juego. Cuando yo
planteaba en el Partido Socialista la importancia del feminismo, mis
compañeros me decían que era un detalle, una diversión que podía desviar
al pueblo de ‘las luchas más importantes’. Fue en democracia cuando por
primera vez tuvimos la posibilidad de plantearnos de igual a igual y
sentarnos en la mesa a discutir, en tiempos en donde aún se cuestionaban
nuestras competencias. En este proceso, muchas de las líderes
feministas rechazaron la posibilidad de acceder a espacios de tomas de
decisiones. Ahí es donde se produjo un quiebre más profundo entre las
que creíamos en las cuotas de género, en insertarnos en política e
incidir en las formas patriarcales en que se ejercía el poder, y las más
radicales que miraban con sospecha este proceso, porque creían que al
ingresar a las instituciones públicas te convertías en cómplice del
patriarcado. Yo siempre pensé que debíamos disputar todas las instancias
de poder sin excepción, aunque no por eso reproducir las formas
masculinas.
Me sorprende ver el movimiento actual, ver a tantas mujeres jóvenes
interesadas en feminismo. Los tiempos cambiaron de manera más acelerada
de lo que cambiamos nosotras. Los medios de comunicación han facilitado
la articulación del movimiento, y ahora en cinco minutos nos enteramos
si hubo un femicidio en Punta Arenas. Ha habido avances extraordinarios.
Las demandas también han cambiado: el Memch luchó por derechos tan
básicos como el voto o el reconocimiento de los hijos naturales,
mientras hoy se discute por el aborto libre.
Siento que mucho de lo que está pasando es gracias a nuestra lucha y
la de las memchistas que nos antecedieron, pero cada generación tiene su
propio afán y siempre las reivindicaciones dependen de un momento
histórico particular. Creo que la lucha tiene y debe pasar a otras, ya
que nadie puede convertirse en una especie de decana que dicte cómo debe
ser el feminismo. Yo no me siento capaz de darle lecciones a nadie: las
respuestas las tienen que encontrar las jóvenes”.
Sebastián Calfuqueo
Ser feminista indígena
Sebastián (27) es artista visual, profesor de niños en un colegio
Waldorf y activista feminista mapuche. Su biografía, marcada por la
marginalidad, lo ha conducido poco a poco a entender sus raíces mapuches
y a encontrar ahí un feminismo profundo y emancipador que engloba todas
sus luchas contra la opresión y la violencia.
“Me interesa el feminismo decolonial, que tiene que ver con pensar
que el mundo no se construye solo por la opresión del patriarcado sobre
las mujeres, sino que también por el colonialismo que ejercen los mismos
estados sobre los pueblos. Veo en el feminismo la herramienta para
emancipar a todos quienes vivimos en la configuración de lo otro –los
trans, los mapuches, las pobres– y reconocer que nuestros problemas
pueden ser universales.
A mí desde niño siempre se me configuró como lo otro. En un colegio
de puros hombres, yo era de menor categoría por ser homosexual, mapuche y
tener papás feriantes. Si llegaba maquillado al colegio me gritaban, me
tiraban besos, me silbaban, me quemaban la mochila y la inspectora me
suspendía, aunque tuviera promedio 6,5. Crecí con una abuela mapuche que
provenía de Cusaco, en la Araucanía, y que migró a Santiago a los ocho
años para trabajar de empleada doméstica. Desde niño me di cuenta de que
toda la vida había tenido que ocultar su identidad: en la ciudad se
hacía los rulos para que no se le notara su pelo liso indígena, mientras
que en el campo hablaba mapudungún, hacía empachos, sacaba dientes y
mataba gallinas. Me crie con estas contradicciones sin lograr
integrarlas hasta que en mi juventud comencé a investigar sobre mis
raíces y el mundo mapuche. Recién ahí pude conciliar mi historia.
Milité en distintos movimientos LGBT y algunos colectivos feministas,
pero poco a poco me empezó a hacer ruido el individualismo que imperaba
y cómo se seguían reproduciendo las mismas prácticas machistas que
trataban de erradicar. Buscando otros caminos, conecté en 2015 con
compañeras mapuches feministas del colectivo Rangiñtulewfu –que
significa entre ríos–, como la escritora Daniela Catrileo y el
periodista Ángel Valderrama Cayumán. Todas compartíamos historias
parecidas de abuelos y padres mapuches restringidos a la periferia de
Santiago. Cuando pensábamos en el feminismo mapuche no sabíamos bien
cómo definirnos, hasta que dimos con el concepto kangechi moñgem
(kañechi moñem) que significa otras formas de vida. Para nosotros ese
concepto englobaría todo lo que no está dentro del orden normativo y lo
que el feminismo mapuche debiese cuestionar: el extractivismo, la
defensa del territorio, la autonomía, las imposiciones del mundo
occidental.
Las culturas indígenas han tenido comportamientos diferentes al orden
patriarcal que conocemos desde antes de la invasión europea, y por ello
toda la teoría queer y transfeminista que viene de la academia
occidental no puede imponerse al contexto de estos pueblos. Cada
comunidad tiene un contexto y una historia que configura sus relaciones y
los problemas que para ellos son prioritarios.
Históricamente, el feminismo ha posicionado los temas de género como
lo más importante, dejando de lado las problemáticas de raza, clase y
extractivismo que son claves en la configuración del ordenamiento
actual. Es por esto que en general las mujeres mapuches no se definen
feministas ni se identifican con la agenda de género que hoy predomina.
Siempre se habla de la violencia patriarcal, pero no de las otras
opresiones que las someten, como la falta de reconocimiento de su
cultura o la negación a recursos básicos como el agua. En la cultura
mapuche existen prácticas del buen vivir ligadas al ser che, ser gente,
que llama a que tus acciones sociales, personales y comunitarias sean
coherentes con lo que tú dices que eres, y eso para mí es feminismo. Nos
convoca a que ser gente sea lo primero. Y a que derribemos las barreras
del clasismo, el racismo y el sexismo”.
Victoria Aldunate
La furia del feminismo
Para Victoria Aldunate (57) declararse lesbiana y feminista es una
acción política que remece al sistema y genera rebeldía. Desde su lugar
como mujer pobladora, cree en un feminismo que nace de las vivencias de
opresión y que no se aprende en ningún libro, a pesar de que ha escrito
varios. En su opinión, no cualquiera puede ser realmente feminista.
“Antes”, asegura, “tendrían que abandonar sus privilegios, y no creo que
estén dispuestos a hacerlo”.
“Soy feminista desde mi propia experiencia, clase y realidad. Para
serlo es necesario entender que hemos sido apropiadas y construidas
mujeres con el objetivo de capitalizar nuestros cuerpos, nuestra
reproducción y nuestra producción. Reflexionando entre mujeres es fácil
darse cuenta de nuestras vivencias de violencia y de que vivimos al
alero de un sistema de clases y privilegios en donde las más pobres
hemos sido oprimidas. No es lo mismo una mujer como la Bachelet que una
mujer que vende en la feria. Tampoco es lo mismo una mujer con
nacionalidad chilena, que una inmigrante negra.
Creo que esta es una vivencia que se va procesando y construyendo en
tu conciencia y tu cuerpo. Las mujeres, en distintas etapas, hemos
elaborado feminismos desde territorios diversos según nuestras
necesidades y experiencias. Por eso no busco que nadie me defina. Soy
anti academia. Tengo un montón de libros y los leo, porque escribo y no
se puede escribir sin leer, pero no hay nada que entender ahí. Los
ensayos son tan aburridos; no tienen vida. Y, para mí, el feminismo
justamente es vida, porque todo lo que una vive es político. No hay
feminismo genuino que no plantee la confrontación al patriarcado
neoliberal. Es revolucionario y por eso para todas las que vivimos la
efervescencia social de los años 60 y 70 es muy difícil imaginarnos una
sociedad feminista cuando perdimos algo tan importante como la comunidad
que iba a impulsar el proceso popular en Chile.
Crecí en una familia con padres comunistas y pobladores que a pesar
de no ser profesionales, eran cultos. La primera vez que oí sobre
feminismo y autoliberación fue cuando era niña, gracias a mi padre. Me
hablaba de las obreras anarco comunistas que a principios del siglo XX
luchaban por sus derechos en pleno auge del capitalismo en Chile. Casi
nadie sabe de ellas, porque después vinieron las sufragistas y las
intelectuales burguesas que querían votar y acceder a la universidad.
Fui dirigente de las Juventudes Comunistas hasta 1978, cuando me tomaron
detenida y tuve que arrancar del país. Viví y me formé profesionalmente
como periodista en la Unión Soviética y conocí el socialismo, pero no
me gustó. No acepto los dogmas ni la imposición porque creo en la
autoliberación y autonomía de los pueblos. Tras diez años, decidí
renunciar al partido y me vine de vuelta. Me encontré con un Chile
totalmente distinto, repleto de tarjetas de créditos y jóvenes
despolitizados.
Inmediatamente busqué espacios feministas donde participar y fui a la
casa de la mujer La Morada, pero cuando vi sus consignas sobre la
violencia salí arrancando. “Mujer no llores, habla”, decían. ¡Un nivel
de prepotencia que no aguanté! Yo buscaba otro feminismo. Y el 8 de
marzo de 1990, fue el día en que lo encontré. Caminando por Ahumada con
Alameda vi a un grupo de mujeres del feminismo autónomo con un cartel
que decía “un gesto urgente de dignidad”. Me llamó la atención y me
acerqué. Eran poquitas y todas de distintas edades. Entre ellas estaba
Margarita Pisano. El feminismo autónomo aunaba muchas de mis
convicciones: en los encuentros se hablaba de los problemas de clase, de
raza y de la reivindicación del lesbianismo desde una mirada fuera de
toda institucionalidad, sin los partidos políticos y sin el Estado. Si
trabajabas para una ONG no adscribías a sus lineamientos políticos. Si
trabajabas en una empresa, eras una simple asalariada. Esta corriente en
Chile partió en los ochenta y terminó en 2000, aunque la historia nos
ha demostrado que no está olvidado porque de ahí salimos muchas
feministas que actualmente luchamos desde distintos frentes y que hemos
influido a otras. Actualmente soy parte de una organización muy pequeña
que se llama Tierra y Territorio, en donde apoyamos las movilizaciones y
demandas de algunas comunidades mapuches en la Araucanía; escribo
artículos y ensayos sobre feminismo y antirracismo, y trabajo como
terapeuta con mujeres que han sufrido violencia en La Pintana.
Siempre he trabajado y me he organizado solo con mujeres. Ser
lesbiana feminista separatista es una decisión que tiene que ver con el
acceso: no vamos a dejar que los mismos que construyen nuestras
opresiones sean parte de nuestro espacio, ni que intenten definirnos. Si
quieren ser feministas, antes de leer a Simone de Beauvoir tienen que
abandonar por completo sus privilegios, y no sé si cuántos y cuántas
están dispuestos a hacerlo. Sobre todo los hombres de partidos
políticos, los intelectuales, los de clase alta, los universitarios, los
blancos. Creo en el resentimiento como un sentir legítimo. ¿Cómo no
tenerlo en una sociedad en donde unos pocos acumulan riquezas y despojan
de todo al medio natural y a las personas? Es una rabia por la
injusticia, pero es necesario canalizarla: puedes vivirla como algo
personal o puedes generar una rebeldía cotidiana en tu forma de vida y
organizarte con otras para remover la realidad. No sé dónde voy a estar
este 8 de marzo, pero no creo que la huelga o la marcha sean mi lugar.
Toda mi vida he estado en el mismo lugar, en la misma clase, en la misma
población. Y ese es el espacio que me acomoda”.
Jorge Díaz
El feminismo disidente
Jorge (34) es doctor en bioquímica, escritor y feminista de la CUDS
(Colectivo Universitario de Disidencia Sexual), un espacio que lleva más
de diez años cuestionando las formas tradicionales de hacer feminismo y
que posiciona lo queer y lo performático en la cultura chilena. Desde
la academia y el activismo, ilumina los baches del modelo heterosexual
al que estamos acostumbrados y reivindica la importancia de lo
inconsciente y lo reprimido en el feminismo.
“Ser feminista para mí es como tener un tipo de lentes para mirar la
realidad de otra manera. Lo llevas en tus prácticas, en tus lecturas, en
tu trabajo. Tratas de hacer que todos tus espacios sean feministas,
porque entiendes que finalmente la realidad no cambia mucho: lo que
varía es la forma en que tú te plantas frente a ella. El feminismo te
hace cuestionarte si es necesario endeudarse para tener una vida con
ciertos lujos, si es necesario aguantar una relación con una persona
celosa, si es posible tener relaciones abiertas. Rompe categorías que
teníamos establecidas y dadas por sentadas. Es una forma de vida, pero
también un lente epistemológico, un movimiento social, una teoría
contemporánea. Es muchas cosas, y es por eso que existen distintas
formas de entenderlo y vivirlo.
Soy parte de la CUDS (Colectivo Universitario de Disidencia Sexual)
desde 2007. Era estudiante de biología en la Universidad Católica y mi
primera acción junto al colectivo fue travestir la estatua de Andrés
Bello que está afuera de la Casa Central de la Universidad de Chile. La
intervención se llamaba “Andrés Bello, más bella que nunca”. Nos parecía
interesante feminizar íconos del conocimiento y la academia, pero en
pleno contexto de movilizaciones estudiantiles, de las cuales éramos
parte, a todos los dirigentes les pareció una falta de respeto. Ahí
entendí que estos espacios siempre iban a estar tensionados. Creo que
hay mucho potencial político en el desacuerdo. Más adelante, nos sumamos
desde la disidencia a las luchas del feminismo, como el aborto libre, a
pesar de que nadie del colectivo estaba ni cerca de tener hijos. Lo
veíamos como un lugar crítico que rompía con la lógica de la sexualidad
como vehículo de reproducción.
Ser disidente sexual es una posición crítica frente a la
heterosexualidad, no es una identidad. Lo que me parece interesante es
que genera interrogantes: ¿Se refiere a diferentes tipos de
homosexualidades? ¿De transexualidades? ¿De lesbianismos? Lo gay, que
siempre se ha considerado como una irrupción, no me parece un lugar de
resistencia porque ya está totalmente tomado por el mercado: hay una
manera de ser homosexual, se va a ciertos lugares, se juntan en
determinados barrios, consumen ciertas cosas, se juntan entre ellos,
tienen determinadas costumbres según su cantidad de dinero. Yo no estoy
de acuerdo con una identidad cerrada. Me identifica más la posibilidad
de devenir, de transitar en distintos territorios y moverse entre las
distintas categorías, poder ser un sujeto trans.
El psicoanálisis en los años ochenta influyó mucho en el feminismo y
ayudó a revisar todas estas estructuras. Hace una reflexión en torno al
inconsciente, a las pulsiones, a lo perverso, a una sexualidad no
gobernable que puede ser habitada y que cuestiona la heterosexualidad
punitiva, dominante. La heterosexualidad, más que una orientación o
práctica, es una forma de vida, una mentalidad que supone una manera
cerrada y rígida de interpretar la realidad, tal como lo ha hecho la
ciencia hasta hoy. Se nos ha dibujado la ficción de una realidad
coherente, pero si no la cuestionamos y nos abrimos a otros lenguajes,
vamos a estar en constante conflicto con nuestras propias incongruencias
y pulsiones. Por eso la ironía y la parodia en el mundo trans y
disidente son tan importantes, porque develan las tramas que vivimos,
todo lo que se oculta, lo que no queremos ver, y nos muestra lo absurdo
que puede llegar a ser esa negación. En la CUDS también intentamos
abrirnos a otros lenguajes. Podemos ofender al exagerar tanto con
nuestra estética performativa o nuestra ironía, y probablemente tenemos
un historial cuestionable, pero es parte de lo que nos constituye.
Porque no creemos en esa militancia impoluta, limpia. Nunca hemos sido
un movimiento lineal y creo que esa es una cualidad que el feminismo
predominante debería incorporar: abrirse a contemplar sus propias
incoherencias y dejar de basarse en el ser mujer como una identidad
homogénea que te inmuniza de todo”.
Giovanna Roa
Feminismo pop
Giovanna Roa (32) es diseñadora, comunicadora y militante del Frente
Amplio, en donde asumió en 2017 como encargada de la campaña de Beatriz
Sánchez. Además es codirectora de Ruidosa junto a la cantante Francisca
Valenzuela, una plataforma feminista que busca generar comunidad entre
las músicas chilenas y latinoamericanas. Todos sus proyectos culturales y
su activismo político son en pos de un feminismo de masas que sea capaz
de acercar a las personas a través de la empatía, el cariño y la
promesa de un mundo más respetuoso.
“El feminismo busca hacer una reestructuración profunda en la forma
en cómo nos relacionamos, ya que entiende que todas las personas merecen
igual respeto, sin importar el género. Llama a la libertad de ser quien
tú quieras ser y construir tu identidad sin estereotipos, que son las
herramientas de opresión que tiene el patriarcado. Es un llamado a la
construcción de una sociedad más horizontal, más empática.
Soy feminista hace pocos años. Cuando fui dirigente estudiantil de
Nueva Acción Universitaria en la PUC, en 2010, no conocía nada del
movimiento. Vengo de una familia machista y apolítica, en donde siempre
me hicieron sentir incómoda por opinar, por hablar fuerte. Y durante
mucho tiempo, mi sueño fue ser más baja, más tierna y más callada para
sentirme aceptada. Cuando llegó el feminismo a mi vida, me produjo una
revolución interna que cambió para siempre mi percepción de las cosas.
Ahora el feminismo representa la forma en la que me expreso, cómo llevo
mis relaciones y cómo hago política. Todavía me queda mucho por avanzar,
porque ser feminista es un proceso, pero agradezco enormemente haber
tenido la oportunidad de que esta incomodidad, este cuestionamiento que
supone el feminismo, haya llegado a mi vida. Te abre un camino difícil,
de deconstrucción, de revisión, pero también de perdón contigo misma.
Mi aporte al feminismo es buscar hacerlo expansivo, que más mujeres
se enteren de que existe y empiecen sus procesos de cuestionamiento.
Creo en la masividad como el lugar en donde empieza el cambio social. A
través de mi militancia y del proyecto Ruidosa, que creamos junto a la
cantante Francisca Valenzuela, intento repercutir en la cultura chilena.
Lo pop es un vehículo muy eficiente para generar discusión e influir en
las nuevas generaciones.
Apelo a un feminismo amigable, cariñoso, cercano, que genere empatía.
Lo que nos une a todas las mujeres es entender que los privilegios de
otros han coartado nuestras posibilidades y, sin importar nuestros
orígenes, a todas nos toca en distinto grado. Incluso una mujer con muy
buena posición puede encontrar una fisura en sus privilegios solo por el
hecho de ser mujer.
El feminismo tiene que batallarse en todas las trincheras: en la
casa, el trabajo, la población, las relaciones. Y aunque las
instituciones que conocemos hoy son profundamente patriarcales,
incluyendo mi propio partido Revolución Democrática, a mí me hace
sentido dar la pelea para transformar las estructuras. Me gusta la
política, me apasiona y me hace sentido porque incide en las decisiones
que regulan nuestros acuerdos sociales. Yo entiendo a las compañeras
feministas que tiraron la esponja con tratar de cambiar lo
institucional, porque a ratos comparto el sentimiento y pienso que no
vale la pena, pero la política es la batalla que yo elegí dar”.
Marcial Parraguez
La irrupción del feminismo gordo
El periodista Marcial Parraguez (25) ha hecho de su propia gordura
una bandera de lucha. Junto a otras gordas, participa del colectivo
Enorme, en donde trabajaban desde el feminismo para erradicar el odio
hacia las personas con sobrepeso y cuestionar las normas sociales que
operan sobre los cuerpos.
“Siempre fui obeso. Desde chico mis padres me llevaron a
nutricionistas y me sometieron a dietas terribles. Pensaban que ser
gordo era sinónimo de ser enfermo, de ser infeliz. Porque así lo
entiende la sociedad: por más que lo intentes, nunca puedes quitarte ese
estigma de persona que está mal, que está llena de miedos y
frustraciones. Estamos todos regidos por un dispositivo de control
fitness. Se nos ha metido en la cabeza que tenemos que ir al gimnasio,
que tenemos que bajar de peso, que debemos ser ágiles y flacos para
trabajar más y contribuir al sistema productivo. ¡Hasta hay máquinas con
electricidad en el cuerpo para quemar más calorías! Ya no es un tema
personal de salud o de querer verse “bonito”; es una ideología
dominante. La fobia a la gordura es como un chip que llevan todos
dentro, incluso los mismos gordos, y que es muy difícil de cambiar. Las
feministas también han caído en eso. ¡El feminismo es muy flaco! Hace
falta pensar sobre los cuerpos distintos e integrarlos a esta lucha.
El feminismo me salvó y me cagó la vida al mismo tiempo, porque me
llevó a repensar y criticar todo, a revisar mi historia y a entender que
todo lo que vivimos los gordos y disidentes sexuales son aberraciones
de un sistema abusivo. Cuando era chico mis compañeros me trataban de
gordo asqueroso y me tiraban comida en los recreos. Recuerdo haberlos
acusado muchas veces, pero cuando me di cuenta de que a la profesora no
le importaba y hasta se reía, supe que no me quedaba otra que resistir y
salir adelante. Porque la otra opción era matarme. Siendo adolescente,
elegí no ser una víctima. Y trabajar para que a otros no les pasara lo
mismo.
Crecí junto a mi familia en Tomé, cerca de Concepción, bajo una
estructura súper conservadora de la que nunca me sentí parte. Fue por
Internet que llegué a grupos de diversidad sexual, con los que compartía
ciertas afinidades. Aun así, no encajaba con sus demandas acotadas,
como el matrimonio homosexual, y poco a poco me comencé a interesar por
las luchas del feminismo, que sentía que eran más transversales. Cuando
entré a la universidad, en Santiago, leí por primera vez a autoras
feministas latinoamericanas, con un enfoque muy distinto a las
corrientes europeas que conocía. Pero todo termino de cuajar y de
adquirir un verdadero sentido cuando llegué al manifiesto gordo de la
feminista chilena Constanza Álvarez. Su discurso plantea una serie de
principios sobre cómo debemos entender nuestro cuerpo y el de los demás,
no solo desde el punto de vista de la aceptación, sino que desde la
construcción del gusto, el deseo, y desde una nueva forma de percepción.
Propone reapropiarse del insulto de gordo o guatón, tal como lo
hicieron los queer, concepto que originalmente se usaba para insultar a
los gays, y descubrirnos a nosotros mismos como habitantes de un cuerpo
gordo. Sacarle la censura al término permite entenderte, pensarte y
disfrutarte gordo, compartir experiencias con otras personas con cuerpos
disidentes y visualizar cómo se nos ha negado el espacio en la
sociedad: hay cuerpos que importan, que se muestran, y otros que se
ocultan. Esto lo vemos todo el tiempo en la industria cultural.
Los primeros indicios del feminismo gordo son de finales de los 60 en
Los Ángeles, California, cuando un grupo de lesbianas feministas obesas
comenzaron a juntarse a hablar sobre sus cuerpos porque no encontraban
ropa de su talla ni las dejaban bañarse en las piscinas públicas. Juntas
lograron sumar a más e impulsaron un proyecto de ley para que la
industria indumentaria considerara tallas con más equis antes de la L, y
así los gordos pudieran vestirse. En nuestro colectivo Enorme –espacio
que creamos junto a otras seis feministas gordas para reflexionar y
hacer activismo¬– entendemos la importancia de esta batalla a nivel
social y también a nivel personal: lo que se mete a la boca cada uno es
un asunto privado”.
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