miércoles, 20 de febrero de 2019

Perfil del terrible abogado

El “terrible lawyer” normalmente está orgullosísimo de ser abogado. Cree que eso lo sitúa a “otro nivel”. Necesita eso tanto como usar ropa exclusiva o subirse a un auto carísimo, pues en el fondo sabe que en sí mismo no hay valor, sino en lo que lo adorna. Por eso, el “terrible lawyer” menosprecia a los demás, a quienes cree inferiores. Pero este personaje se contenta con “ser” abogado gracias a un título ya obtenido. Estudiar o mantenerse al día seguramente es de rotos, de gente que debe trabajar para poder vivir.

Hay un viejo chiste acerca de un hombre que, caminando en un cementerio, observa una lápida que dice: “Aquí yace un gran abogado y una gran persona”. Corriendo, llega hasta la oficina de administración del cementerio y le dice al encargado: “Deben hacer algo. Hay dos personas enterradas en una misma tumba”. Como este, miles son los chistes sobre abogados, cuyo sustrato común es que se trata de personas mentirosas, poco confiables y normalmente con una moral mucho más pequeña que sus cuentas bancarias.
Este estigma se extiende sobre todos los abogados, buenos y malos. Uno puede pensar en tantos abogados valientes e íntegros, como Raúl Rettig, Carmen Hertz o José Zalaquett, solo por nombrar unos pocos, que deben pagar el precio de compartir profesión con abogados que la denigran. A un Eduardo Couture ayudando a Kelsen a escapar de la maquinaria nazi, podemos contraponer a Roland Freisler, juez nazi cuyos juicios histriónicos e histéricos incluía hacer entrar a los imputados vestidos con enormes pantalones y sin cinturón para someterlos a la humillación adicional de que tuvieran que sostenerlos permanentemente con sus manos para evitar que se les cayeran en el tribunal. Freisler, responsable de juicios-farsa fue culpable de miles de muertes.
Aquí, en Chile, la dignidad de una profesión como la de abogado o abogada está a mal traer. Si hubiese una encuesta sobre el particular, seguramente serían los abogados los profesionales con menor credibilidad.
Hay cuestiones sistémicas y exabruptos mediáticos que contribuyen a la pésima reputación de los abogados.
Entre lo sistémico está el hecho de que, definitivamente, el abogado es percibido como un profesional al que la verdad le importa nada. El abogado solo está interesado en hacer triunfar su tesis y en desarrollar la retórica necesaria para ello. Para eso le pagan. Sus honorarios no dependen del triunfo de la verdad, sino del triunfo de su cliente. Eso ya es un problema demasiado grave. Son pocos los fiscales del Ministerio Público que practican a conciencia el principio de objetividad e investigan con igual celo lo que culpa como lo que exculpa a un imputado, porque lo que los hace progresar en su carrera son la cantidad de condenas que consiga y no la cantidad de veces que saque a relucir la verdad. Son pocos los abogados que rechazan tajantemente sostener tesis contrarias a la verdad cuando los honorarios son suculentos.
Las universidades no han logrado despertar en las generaciones jóvenes una obsesión sana por la justicia. No hay interés teórico en entenderla desde lo jurídico y filosófico y menos interés hay en ser justo, en llevar una vida justa.
El resultado es que usted ve a los grandes estudios jurídicos alineados con los grandes grupos económicos, a los que sirven como lacayos ilustrados. Esos grupos económicos distribuyen casos en todos los grandes estudios a fin de que si alguien busca a uno de esos estudios para litigar en contra de un grupo económico relevante, el conflicto de interés funcionará como escudo protector infranqueable. Estos dueños de la economía se transforman en dueños indirectos de los grandes estudios, pues son los clientes a los que no se les puede negar nada. Ellos pueden decidir, por ejemplo, que deba despedirse a algún abogado o abogada que les parezca incómodo; pueden determinar la “línea editorial” de un estudio jurídico; pueden, en definitiva, comportarse como patrones finales de socios que no tendrán nunca la valentía – ni el interés, en verdad – para oponerse a quienes los hacen enriquecerse y convertirse en abogados “exitosos”. Mucho abogado “exitoso” es, en verdad, un lastimoso ejemplar del sometimiento indigno del que está debajo de la mesa esperando las migajas.
Y, fuera de lo sistémico, están los grandes golpes mediáticos. Personas como Matías Pérez Cruz o Cristián Rosselot contribuyen a reafirmar la mala opinión que se tiene de los abogados. Ambos, aunque intenten mostrarse como elegantes y pertenecientes a una élite semi aristocrática, actúan con una ordinariez feroz y una falta de educación superlativa. Más que abogados, son “terribles lawyers”. ¿Qué los caracteriza?
 El “terrible lawyer” normalmente está orgullosísimo de ser abogado. Cree que eso lo sitúa a “otro nivel”. Necesita eso tanto como usar ropa exclusiva o subirse a un auto carísimo, pues en el fondo sabe que en sí mismo no hay valor, sino en lo que lo adorna. Por eso, el “terrible lawyer” menosprecia a los demás, a quienes cree inferiores. Pero este personaje se contenta con “ser” abogado gracias a un título ya obtenido. Estudiar o mantenerse al día seguramente es de rotos, de gente que debe trabajar para poder vivir. No, lo suyo es más bien gritar, prohibir la discusión y hablar de lo que no se sabe con desparpajo y seguridad. ¿Pedir disculpas? Es que comparten con el papa la infalibilidad. El “terrible lawyer”, pese a todo, se siente entre los 50 mejores abogados de Chile y se ve a sí mismo como un profesional de primer nivel, aunque su más conocido alegato haya sido la defensa de su derecho a comerse un helado en un supermercado sin pagarlo y en el que, por lo demás, fracasó; o decir que una playa es un jardín propio y exclusivo, con completa ignorancia sobre e tema. El “terrible lawyer” es violento y agresivo, pues en el debate es pobre y de torpes movimientos, lo que hace se use amenazas preocupantes o sencillamente agreda. Como dijo en twitter el profesor de derecho, Mauricio Tapia, esa advertencia de Pérez Cruz acerca de volver “con formas no tan pacíficas” es un gran resumen de lo que este tipo de personas están dispuestas a hacer. Las agresiones verbales y físicas de Rosselot, también
Lo que tienen en común ambos es que, sin duda, son pésimos abogados. No están dispuestos al debate, que es la esencia de la profesión; demuestran ignorancia o descontrol emocional; y, en ambos casos, pobreza argumentativa y una sinapsis más bien queda. Pero lo realmente preocupante, es el tipo de personas que demuestran ser. Haga el esfuerzo de imaginarlos con poder absoluto. ¿Cómo ejercerían un poder así si lo tuvieran? Si por un pedazo de playa o por un helado en un supermercado son capaces de actuar como lo hicieron, ¿qué harían por intereses patrimoniales realmente grandes?
No sé por qué, pero me acordé de unas bombas cayendo sobre La Moneda. No sé qué tiene que ver con lo que acabo de escribir. Debo estar poniéndome viejo. Un lapsus. Disculpen ustedes.

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